“El aroma del papel blanco es como el aroma de la piel de un nuevo amante, quien acaba de hacer una visita sorpresa en un jardín mojado. Y la tinta negra es como el pelo laqueado, ¿y la pluma? Bueno, la pluma es como ese instrumento de placer cuyo propósito nunca está en duda pero cuya sorprendente eficacia uno siempre, siempre olvida”.
Estas, y muchas otras metáforas y epifanías relativas a los placeres de la vida se agrupan en El libro de almohada de Sei Shonagon, un diario íntimo escrito por una cortesana japonesa hace unos mil años, que sirvió de puntapié inicial para que el director británico Peter Greenaway construyera una de sus obras fundamentales: Escrito en el cuerpo (The Pillow Book, 1996).
Para Greenaway, las ricas imágenes enumeradas por esta protofeminista del siglo X, coronadas con una apoteosis de las delicias de la carne y la literatura, constituían un material lo suficientemente tentador y cercano a su filmografía, como para no dejarlo escapar. Su afición por las listas, su voracidad enciclopedista, pero sobre todo la comunión entre sexo y texto habían hecho que el libro de Sei Shonagon se transformara para él en una obsesión durante muchos años. Pero cuando finalmente la plasmó cinematográficamente, no se limitó a ilustrar el libro sino que articuló su contenido con una historia inventada, la de Nagiko Kiyohara (Vivian Wu), una joven japonesa del siglo XX a la que su tía le leía de niña El libro de almohada de Sei Shonagon y cuyo padre calígrafo-escritor pintaba sobre su rostro cada aniversario de su cumpleaños una bendición.
“No creo que el cine sea un muy buen medio narrativo. Creo que si uno quiere contar una historia debería dedicarse a ser un escritor y no un cineasta” suele decir heréticamente Greenaway. Sin embargo, esta displicencia militante hacia lo narrativo, que en más de una ocasión atenta contra la inteligibilidad de sus propuestas, como ocurre, por ejemplo, en ZOO (A Zed and Two Noughts, 1985) o en La Tempestad (Prospero’s Books, 1991), no obstaculiza la lectura de Escrito en el cuerpo. Por el contrario, más allá del ramillete de metáforas y de lo intrincado de la trama, en esta película el relato progresa sin demasiada dificultad desde la infancia de Nagiko hasta sus 28 años, aunque, como decía Godard, si bien hay un principio, un desarrollo y un final, no siembre transcurren en ese orden.
Sin profundizar la lectura psicoanalítica, a pesar de los múltiples indicios que en ese sentido ofrece la historia, en los primeros minutos podemos ver los que serán los conflictos fundamentales de esta fábula. Desde la secuencia de títulos se escuchan unos acordes que se prolongarán en la primera escena y que evocan un rito atávico. Las primeras imágenes nos muestran el rostro de una niña siendo escrito por la pluma de su padre, mientras le recita una plegaria: “Cuando Dios hizo al primer modelo en arcilla del ser humano, le pintó los ojos, los labios y el sexo. Luego pintó el nombre de cada persona para que el dueño no lo olvidase. Si Dios aprobaba su creación, le daba vida al modelo de arcilla firmando su propio nombre”. Este ritual, que se repetirá cada cumpleaños de Nagiko, dejará inscripto, no ya en su rostro -durante toda la película Greenaway se encargará de mostrar el carácter no permanente de estas escrituras sobre la piel, ya que se remueven fácilmente con agua-, sino en la psiquis de la niña, la figura del hombre ideal a través de la figura de su padre. Pero para complicarle más la cabecita a esta pobre criatura, pronto se verá cómo descubre, mientras su tía le lee El libro de almohada de Sei Shonagon, la manera en que su padre es sometido sexualmente por su editor, a cambio de la publicación de sus escritos.
Un matrimonio, arreglado por el tiránico editor, no será un buen comienzo para Nagiko en sus primeros pasos como mujer. Su marido no entiende sus extrañas peticiones: ¿qué es eso de tener que escribir sobre el rostro de su mujer? La joven, incomprendida, se refugia en la escritura de su propio Libro de almohada, pero en lugar de hacer un listado de sensaciones agradables, registra todo aquello que la irrita, como los prejuicios de ciertos hombres –su marido- contra la literatura. Luego, veremos su huída hacia Hong Kong, su triunfo como modelo publicitaria, prefigurado en las palabras que año tras año le recitaba su padre, y su permanente búsqueda del “amante calígrafo ideal”. Pero como suelen suceder con las búsquedas engañosamente conscientes, cuando un requisito resulta satisfactorio aparece un aviso ingrato. La pobre Nagiko no da pie con bola, si es buena la caligrafía del amante su capacidad amatoria deja mucho que desear, y viceversa.
Hasta que aparece él, Jerome (Ewan McGregor), un escritor y traductor inglés que habla y escribe en seis idiomas, pero cuya escritura está más cercana al garabato que al arte. Para colmo, cuando Nagiko va a una editorial para ver si puede publicar su libro, descubre que es la misma editorial donde publicaba su padre y que Jerome es el amante de aquel editor que sometía a su padre. En esta escena, como lo hace en muchos momentos de la película, Greenaway abre una pantalla dentro del cuadro principal, compartiendo simultáneamente el mismo espacio dos escenas que transcurren en tiempos distintos, la principal en el presente de la historia mientras que la pantalla interior vuelve a mostrar escenas que habíamos visto anteriormente y que corresponden a la infancia de Nagiko cuando acompañaba a su padre a la editorial. Los recursos técnicos a los que apela el director, como se ve en este caso, siempre están empleados con una función narrativa y no como un mero despliegue de recursos tecnológicos, a los que nos tiene tan mal acostumbrados cierta tendencia del cine contemporáneo.
Volviendo a la historia, entonces, Nagiko, ni lerda ni perezosa, decide aprovecharse de la situación y piensa en seducir a Jerome, para llegar al editor y tramar una venganza. Pero las cosas no siempre transcurren como uno las planifica, y menos en una película de Greenaway, donde, a pesar de algunos guiños propios del azar, la fatalidad parece estar escrita de antemano, y nuestra desdichada heroína, que antes se preguntaba “¿por qué una persona debe ser obligada a soportar un dolor tan dulce y un placer tan agrio?”, seguirá participando de esta difícil tarea que es aprender a vivir.
Pero no se preocupen. La película no es tan cursi como esta última frase. Todo lo contrario. La arquitectura de la imagen, la música como su contrapunto o acompañamiento dramático, las derivaciones de la trama, alcanzan en Escrito en el cuerpo niveles superlativos, que amalgaman lo sutil con lo brutal, como pocas veces se ha visto en el cine.
Suele decir Peter Greenaway (como una provocación, si significara aun algo esta palabra) que el cine ha muerto. Otros también coinciden con esa afirmación. Alguno, otro inglés, John Orr, se aventuró a ponerle año de defunción: 1975, cuando asesinaron al maestro Pier Paolo Pasolini, cuando Antonioni filmó El pasajero. Para Greenaway, hace más de veinte años que se agotó, que se viene repitiendo, con variaciones del mismo tema. Según este amante de las metáforas, Eisenstein (el abuelo) fue su progenitor y organizador, Orson Welles (el padre) lo consolidó, y Godard (el hijo) quien lo destruyó, al hacerlo tan autoconsciente. Algunos de los que piensan que algo de cierto hay en esto miran hacia el lado del documental, como instancia de posible resucitación, otros, es el caso de Greenaway, hacia las nuevas tecnologías.
En Escrito en el cuerpo se puede apreciar esta búsqueda, no solamente en la fragmentación de la pantalla, -recurso anteriormente utilizado, aunque de manera más tosca, entre otros por Brian de Palma- sino también en la utilización del color y del blanco y negro, como recurso dramático. No es la novedad del recurso lo que le confiere valor a la película, sino la utilización de los materiales cinematográficos –ya no recluidos en el celuloide- como una arcilla a la que se manipula a su antojo, creando figuras, imágenes, cuadros en permanente transformación.
Lo que podría ser una alegoría oscura, un collage de metáforas incomprensibles, resulta un parfait mélange, una mezcla perfecta, como dice la canción francesa que relata y comenta el primer encuentro entre Jerome y Nagiko. Porque los cuerpos en los que Nagiko escribirá sus trece libros, la iteración de imágenes provenientes de El libro de almohada de Sei Shonagon -una suerte de referente espiritual para Nagiko-, y la trama de amores y odios se suceden con una cadencia visual armoniosa, no exenta de variados golpes de electroshock.
En la introducción a El cine según Hitchcock -uno de los libros sagrados-, François Truffaut recomienda la conveniente observación de un precepto fundamental: “todo lo que se dice en lugar de ser mostrado se pierde para el público”. A partir de la ciega obediencia a esta premisa, Hitchcock se convirtió, para Truffaut –y quién lo puede poner en duda-, en “uno de los más grandes inventores de formas de toda la historia del cine”, pero de formas que no adornan el contenido, sino que lo crean. Con Greenaway, al igual que en el cine de David Cronenberg, aunque con formas de representación de la realidad casi antagónicas, pasa algo similar, pero más que hablar de formas resulta más favorable pensar en figuras.
Estas figuras discursivas, que confían en el poder de lo mostrado por sobre lo dicho y que deambulan por todo el cine de Greenaway, suelen utilizar como soporte visual el cuerpo humano: enfermo (El vientre de un arquitecto), mutilado (ZOO) o canibalizado (El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante). Esta recurrencia por exponer las inscripciones de lo social y lo psicológico en el cuerpo humano presenta un salto cualitativo en The pillow book, al funcionar la piel como una alegoría que condensa los placeres de la literatura y del cuerpo. Más aun: ya no se trata de privilegiar la imagen por sobre la palabra, sino todo lo contrario.
Con una vocación enciclopedista, casi borgeana, a lo largo de las dos horas de película, Greenaway presenta textos en veinticinco idiomas y de todas las maneras imaginables: escritos en cuerpos, vivos y muertos, sobre papel, madera, en superficies lisas y curvas, en vertical u horizontal, gigantes y diminutos, proyectados, en pantallas, con luces de neón, etc. A pesar de esta profusión textual uno se siente más proclive a la contemplación que a la lectura: pareciera ser que hay mucho más para sentir que para comprender.
En palabras del propio Greenaway: "El cine es mucho más que una coartada para contar historias. Hay narradores magníficos en la tradición de Hollywood, sin embargo para mí ha de ser mucho más que eso. Se trata de un medio extraordinariamente sofisticado, que permite manejar significados metafóricos y a la vez componentes literarios y gráficos. El cine es también una plataforma de ideas para la discusión. No solo sobre contenidos, también sobre formas y estructuras. Mi cine trata más de lo estético que de lo político, de las ideas filosóficas que de la simple narración. Algunas veces siento que soy como un hipopótamo en una carrera de jirafas”.
Y hay veces que hasta los hipopótamos nos pueden deleitar con su belleza y su gracia; es el caso de Escrito en el cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario