Clase I
Explicación sobre los contenidos y dinámica del curso. Elementos esenciales del lenguaje del cine. Breves ejercicios de análisis.
Clase II y III
Narración, historia, relato. Modelos de guión. Construcción clásica. Conflicto. Protagonista. Antagonista. Cine de autor.
Clase IV y V
¿Qué es la dirección de fotografía? Construcción visual del espacio. Noción de punto de vista. El encuadre.
Clase VI y VII
La cámara y sus movimientos. Panorámica, travelling, zoom, cámara fija y cámara en mano. Cámara lenta y cámara rápida.
Clase VIII y IX
Música y sonido. Banda sonora. Música diegética y música incidental. Leit motiv. Uso expresivo del sonido. El plano sonoro.
Clase X y XI
¿Qué es la dirección de actores? Estilos: realismo, formalismo. El protagonismo del actor y el actor como elemento del decorado.
Clase XII y XIII
La puesta en escena. Diseño de arte y diseño de producción. Escenografía y vestuario. Influencia del teatro. La adaptación.
Clase XIV y XV
El montaje. El tiempo en el cine. Plano secuencia y tiempo real. El cine de la transparencia. Montaje de atracciones.
Clase XVI
Integración de los contenidos incorporados. Análisis de un film revisando los elementos del lenguaje aprendidos.
Programa - Maestros del cine clásico y contemporáneo
El curso tiene por finalidad estudiar en profundidad la obra de ocho grandes directores de la historia del cine, quienes, a partir de sus particulares estilos han realizado trascendentales aportes al lenguaje del cine a lo largo de todo del siglo XX, hasta nuestros días.
Cada mes, se examinará la filmografía de un director, eligiendo para su estudio cuatro o cinco de sus obras clave. En cada clase, se verán fragmentos de la película seleccionada, haciendo hincapié en los rasgos de estilo del director y su interrelación con su contexto de producción y recepción.
A lo largo del curso, se hará especial énfasis en el aporte que cada uno de los directores y películas elegidos realizaron al lenguaje cinematográfico, entendido como una forma de expresión en constante transformación.
Los ocho directores elegidos para el presente curso son:
Alfred Hitchcock
Robert Bresson
Luis Buñuel
Pier Paolo Pasolini
Fritz Lang
John Cassavetes
Mike Leigh
Pedro Almodóvar
Concientes de la subjetiva selección y de la ausencia de otros directores fundamentales de la historia del cine, a lo largo del curso se realizarán entrecruzamientos con otros realizadores, que por su semejanza u oposición a los directores elegidos merezcan ser oportunamente tenidos en cuenta. Como ejemplo, se estudiará el parentesco entre el cine trascendental de Bresson con la obra de Ozu y Dreyer, entre otros.
Cada mes, se examinará la filmografía de un director, eligiendo para su estudio cuatro o cinco de sus obras clave. En cada clase, se verán fragmentos de la película seleccionada, haciendo hincapié en los rasgos de estilo del director y su interrelación con su contexto de producción y recepción.
A lo largo del curso, se hará especial énfasis en el aporte que cada uno de los directores y películas elegidos realizaron al lenguaje cinematográfico, entendido como una forma de expresión en constante transformación.
Los ocho directores elegidos para el presente curso son:
Alfred Hitchcock
Robert Bresson
Luis Buñuel
Pier Paolo Pasolini
Fritz Lang
John Cassavetes
Mike Leigh
Pedro Almodóvar
Concientes de la subjetiva selección y de la ausencia de otros directores fundamentales de la historia del cine, a lo largo del curso se realizarán entrecruzamientos con otros realizadores, que por su semejanza u oposición a los directores elegidos merezcan ser oportunamente tenidos en cuenta. Como ejemplo, se estudiará el parentesco entre el cine trascendental de Bresson con la obra de Ozu y Dreyer, entre otros.
Perfil profesional
Ernesto Babino es comunicador social y crítico de cine. Trabajó para la revista argentina Sin Cortes. En los últimos años colaboró en: Extrabismos.com y Kinetoscopio, revistas colombianas especializadas en cine; EFE, agencia de noticias; Radar, suplemento cultural de Página12; Itinerarios, revista de la Universidad de Buenos Aires; La Marea, revista cultural argentina y en cinenacional.com.
Patricia Carbonari es actriz y crítica de cine. Escribe para las revistas colombianas Extrabismos.com y Kinetoscopio. Anteriormente, colaboró con el periódico Página 12, la revista argentina Sin Cortes, la publicación danesa Morada Internacional y el website Fotograma.com
Patricia Carbonari es actriz y crítica de cine. Escribe para las revistas colombianas Extrabismos.com y Kinetoscopio. Anteriormente, colaboró con el periódico Página 12, la revista argentina Sin Cortes, la publicación danesa Morada Internacional y el website Fotograma.com
El cielo gira, por Ernesto Babino
El documental de la española Mercedes Álvarez ganó los principales premios en el BAFICI del 2005. Narra los últimos días de una pequeña aldea de los páramos altos de Soria, donde nació la realizadora. Este trabajo invita a reflexionar en torno a las fronteras entre ficción y realidad.
UN DOCUMENTO VIVO
Los documentales ocupan un lugar secundario en el campo cinematográfico. A pesar de que el cine nació bajo este género con las primeras vistas de los hermanos Lumière, pronto, la mayoría de las producciones se volcarían a relatos espectaculares que favorecieran un entretenimiento entendido como generador de olvido. A través de Hollywood, como expresión máxima de la industria cultural de los medios masivos, se fomentó la realización de películas que ayudaran al público a abandonar en la puerta de los cines su penosa realidad. Eran tiempos de la Gran depresión; y la formula funcionó. La maquinaria capitalista había encontrado un poderoso aliado.
El olvidador de realidades se fue perfeccionando a lo largo del siglo XX hasta nuestros días, cuando la circulación de información-entretenimiento a altas velocidades imposibilita la contemplación reposada, aniquila la reflexión existencial y, por sobre todas las cosas, atenta contra el recuerdo. Sin embargo, la historia del cine está plagada de focos de resistencia, y el lenguaje cinematográfico, en constante transformación, se apoyó siempre en esos focos para dar un nuevo brinco.
La casi totalidad de los movimientos renovadores del cine se produjeron a- partir-de o junto-a cavilaciones en torno a la relación entre cine y realidad: de cómo se puede o se debe retratar, reflejar, recrear o mostrar el mundo de las cosas existentes, de la cualidad intrínseca del cinematógrafo para registrar la realidad. Desde el Neorrealismo italiano hasta el cine iraní reciente, pasando por el Free Cinema inglés, la Nouvelle Vague y el Nuevo Cine Latinoamericano, las nuevas formaciones persistentemente resolvieron estas cavilaciones relajando las rígidas fronteras entre el documental y la ficción.
Pero las tenazas de la industria siempre se vuelven a cerrar. Sino hoy no se presentaría como novedad el temblor de una cámara, la ausencia de luz artificial o la presencia de un actor no profesional, en una película de ficción.
Del mismo modo, dentro del documentalismo, siguen teniendo vigencia los debates en torno a la puesta en escena, el rol del narrador o la participación del documentalista en aquello que quiere registrar. Con llamativas posturas en favor de la función objetiva del documental, cuando desde un comienzo, con la primera película de Louis Lumière, La salida de la fábrica, dicha postura queda en entredicho ante la existencia de más de una toma para registrar el cierre de la puerta del establecimiento.
Luego vinieron Dziga Vertov, Walther Ruttman, Robert Flaherty, John Grierson, Joris Ivens, Chris Marker y tantos otros, quienes ensancharon el universo del documental. En los últimos años, con las nuevas tecnologías del digital y el florecimiento de las escuelas de cine, una nueva corriente renovadora va ganando terreno, y no son pocos los que ven en este proceso la mayor fuente de transformación del lenguaje cinematográficos de nuestros días.
En España, en la últimas décadas florecieron los documentales didácticos al estilo BBC, producidos generalmente por y para la televisión, cuya principal razón de ser es desarrollar monográficamente un tema, con muchos entrevistados hablando a cámara, datos estadísticos y una voz en off de un narrador omnisciente, que con su prolija voz de locutor guía al espectador por un sendero cierto y preciso, imposible de desbordar, hacia un final claro y unívoco. Frente a este tipo de documental, surgieron otros completamente distintos, que le devuelven la voz a los protagonistas de la Historia, con un riguroso trabajo con los materiales cinematográficos, que no le tienen miedo a la subjetividad de la mirada, abiertos y honestos.
La movida del Pompeu Fabra
En la ciudad de Barcelona, cobijados por la Universidad Pompeu Fabra, a través de su Master en Documental de Creación, se vienen produciendo una serie de largometrajes de impronta documental, que representan el aporte más enriquecedor de este género. Monos como Becky (1999) de Joaquim Jordá y En construcción (2001) de José Luis Guerín, dos de los primeros trabajos de este grupo, irrumpieron en el escenario cinematográfico provocando sorpresa por su arriesgada propuesta estética y narrativa y por la alta calidad de su resultado.
La Pompeu Fabra es una universidad pública catalana creada en junio de 1990, donde actualmente estudian siete mil alumnos en las más diversas especialidades. En 1998 se creó el Master en Documental de Creación con el objetivo de formar realizadores y productores. Es un curso de alto nivel de formación que procura recuperar la vieja práctica de los talleres de oficios, en donde los profesores comparten sus saberes con los estudiantes, mediante un trabajo colectivo. Al finalizar los dos años de curso, cada participante del master, además de cursar las materias teóricas, con especialistas del sector como Jean-Louis Comolli, Basilio Martín Patino, Patricio Guzmán y los mencionados Jordá y Guerín, habrá colaborado en alguna de las tareas que implica la realización de un documental y habrá desarrollado un proyecto propio, algunos de los cuales llegarán finalmente a producirse si consiguen la financiación necesaria, ya que la universidad no asume el rol de productor sino que de acuerdo a la evaluación del proyecto vincula al alumno con productores con los que tiene contacto, como las instituciones de cine españolas y europeas y los canales de televisión especializados.
Recientemente, el instituto de cine argentino y la Consejería Cultural de España organizaron en Buenos Aires un encuentro donde se exhibieron algunos de los trabajos producidos en el marco de este master con la participación de su director, Jordi Balló y el realizador Joaquim Jordá. Los ejes de discusión de esas jornadas giraron en torno a la frontera entre realidad y ficción, el trabajo de puesta en escena, la invisibilidad de la cámara y la creación de escenas dentro del documental.
El concepto de documental de creación implica más que una definición teórica una toma de postura frente al género canónico. Cuenta Balló que al crearse el master se dieron cuenta que además de impartir conocimientos teóricos debían construir películas ya que el género que proponían, documental de creación, no existía. “Son las obras las que cristalizan el pensamiento”, señala Balló, para quien Monos como Becky, abrió puertas de libertad. Luego de la película de Jordá, otros realizadores españoles se animaron a no temerle a la hibridación ficción-realidad.
Frutos
En la sección Tiempo de Historia de la última Semana Internacional de Cine de Valladolid se estrenó la opera prima de Mercedes Álvarez, El cielo gira, una fértil prolongación de este camino.
Estudiante de la primera camada del master, Álvarez llevaba varios años reuniendo material sobre su pueblo natal, una aldea de los páramos altos de Soria, que viene despoblándose invariablemente hasta llegar a tener hoy apenas catorce habitantes, todos ancianos. Luego de pasar por la Universidad Pompeu Fabra y de realizar el montaje de En construcción, tras un arduo trabajo de más de un año, su ansiado proyecto personal alcanzó su forma definitiva en 2001.
A partir de la gran repercusión de crítica y público de la película de Guerín y con una elogiosa carta de presentación de Víctor Erice, Mercedes Álvarez obtuvo el financiamiento necesario para realizar un documental que contara cómo vive un pueblo que ha llegado a su última generación. El rodaje comenzó en octubre de 2002 y durante ocho meses un equipo que fue variando entre 3 y 7 personas se emplazó en la pequeña aldea y convivió con sus pobladores. Cuenta la realizadora que “no se trataba de una puesta en escena, al modo de Flaherty, ni de capturar la vida de improviso, según la práctica de Vertov –esto último, en un espacio donde era imposible pasar desapercibidos, hubiera sido impracticable-. Se trataba, más bien, de una puesta en situación, donde algo no se reproduce sino que se produce, había una intervención, y ese algo no habría existido sin el dispositivo fílmico”.
Y el resultado es un documental fascinante, relatado por mágicos personajes reales y por la voz dulce y respetuosa de la realizadora, que no esconde su mirada subjetiva, sus vivencias personales, pero que, gracias a un calculado ritmo, una fotografía y un montaje que favorece la contemplación de la mirada y un sonido prodigioso, va comprometiendo al espectador en una historia que pronto deja de ser ajena.
Como en En construcción, la cámara de Álvarez se disuelve entre los vecinos, quienes aparecen registrados con pasmosa naturalidad en sus quehaceres cotidianos, dando rienda suelta a unas reflexiones filosóficas de a pie, sobre el sentido de la vida y de la muerte, reflexiones nunca graves ni solemnes, sino como las que pueden fluir de una conversación entre dos vecinos que se conocen de añares, mientras atraviesan el campo por un sendero, desmalezan el cementerio o hablan, cerco de por medio, sobre los eclipses de luna.
Géneros híbridos
Como se viene señalando, la utilización de recursos propios de los relatos de ficción en un documental no debería verse como una novedad sino como una actualización de una transgresión frente a un tabú. Llevar a buen puerto esta hibridación requiere un reconocimiento de experiencias anteriores y un compromiso con la actualidad del género en su contexto. Cuando uno ve El cielo gira, percibe la presencia de los maestros que transitaron este sendero, no como copia ni como homenaje, sino como una sabia reutilización de un recurso, cuyo sentido no hay que ir a buscarlo a otros relatos sino que emana de la propia narración.
Hay una escena donde se ve a una pareja de ancianos hablando al pie de la chimenea de su casa, que si se tomara en forma aislada a la película uno podría pensar que se trata de un fragmento de un film de ficción. La puesta de cámaras, la iluminación y el montaje invitan a esta lectura. Lo mismo podría decirse de muchas escenas de El sol de membrillo, de Víctor Erice.
Algo similar puede verse a partir del inteligente aprovechamiento de los nuevos dispositivos tecnológicos, como el video digital, que por su pequeñez y familiaridad, provoca una menor intimidación de la persona registrada, con la consiguiente naturalidad de su habla y sus movimientos, o como sucede con la calidad del sonido directo, que ubica a la voz clara y fecunda de los personajes en primer plano, aunque sus figuras se pierdan en la inmensidad de un plano general. Lecciones que parece haber aprendido muy bien luego de su experiencia con José Luis Guerín.
A diferencia de Erice, a quien Álvarez reconoce como un referente necesario, en El cielo gira, la voz de la directora profundiza la subjetividad de la mirada, mientras que en El sol de membrillo, Erice prescinde de voz en off buscando un registro más imparcial, aunque intimista. Intimidad que comparte Mercedes Álvarez, además de compartir una confianza estremecedora por el poder de las imágenes. Casi sin movimientos de cámara, los planos parecen durar el tiempo necesario para que la fijación de la mirada nos transporte dentro y fuera de la película y nos arranque profundas sensaciones sin caer nunca en el tedio.
Esculpir en el tiempo
El cielo gira es una película sobre el tiempo. Quizás el mayor desafío era atrapar ese instante de transición, ese momento que todavía guarda vestigios de los que fue y presenta síntomas de lo que será. Para contar cómo un pueblo se queda sin habitantes, un documental tradicional nos inundaría de estadísticas, pondría a sus pobladores frente a la cámara para que nos contaran sus padecimientos, se desviviría por tratar de encontrar las causas. En El cielo gira todo es más relajado y honesto; pertenece a ese conjunto de películas que se muestran desnudas frente a la vida.
Para dar cuenta del tiempo, Álvarez se vale de los más diversos recursos: fundidos encadenados, fotografías en blanco y negro, relatos orales, refuerzo de la voz en off, ejemplos paradigmáticos, como la magistral secuencia de la muerte del olmo pero, por sobre todas las cosas, Mercedes Álvarez construye una estructura narrativa, frecuente en los buenos relatos de ficción, en donde los hechos están organizados de manera especular. Es decir, el sentido de lo que vemos se construye en relación con lo que vimos antes y anticipará lo que vendrá.
A través de este juego de espejos, nos transportamos desde la época de los dinosaurios a las modernas escavadoras, de los castros celtíberos a los hoteles cinco estrellas, de la dictadura de Franco a la invasión a Irak, de las ruinas romanas a los modernos molinos de viento, de la tragedia de la Guerra Civil Española a la comedia de la campaña electoral actual.
Hay otro recurso muy importante que introduce la directora, que conllevaba mucho riesgo pero que contribuye decisivamente a dar cuenta del paso del tiempo: la presencia del pintor Pello Azketa.
Durante los años 70, Pello Azketa formó parte de una fructífera generación de pintores de vanguardia que dio en llamarse Escuela de Pamplona. Azketa persiguió siempre un hiperrealismo aplicado al paisaje urbano y a los objetos humildes de la vida cotidiana, con una técnica acabada y una poesía extraña y verdadera. Debido a una enfermedad ocular el pintor comenzó a perder la vista, hasta quedar casi ciego. Con un resto de visión y una gran memoria visual y pictórica, Azketa volvió a pintar. De esta manera, el pueblo y el pintor tienen algo en común: “las cosas han comenzado a desaparecer delante de ellos”, dice Álvarez.
La presencia de Pello Azketa se entrelaza perfectamente en el film, a través de su visita al pueblo y una riquísima conversación con uno de sus pobladores, quien le “muestra” los colores del paisaje que rodea al pueblo y que finalmente pintará Azketa. Ante la ausencia del sol, los colores están apagados; “ya amanecerá” dice con naturalidad el pintor. Lo que nos puede remitir a la aurora de la filósofa española María Zambrano y su razón poética, donde se cruzan elementos aparentemente irreductibles, una zona intermedia, como la que persigue la directora.
En la cancha se ven los pingos
Así dice un dicho popular del Río de la Plata, en referencia al desempeño de los caballos en el hipódromo. Es que por más que uno maneje una cuantiosa teoría, a la hora de practicar esos saberes muchos tropiezan con sus limitaciones. No es el caso de Mercedes Álvarez para quien la distancia entre teoría y práctica parece no existir. Mucha teoría habrá aprendido en su paso por el Master en Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra, como lo demuestra un artículo suyo a propósito de una retrospectiva sobre la obra de Chris Marker que se realizó en el festival de cine de Navarra en el 2000. Muchos conocimientos prácticos habrá asimilado en su experiencia como montajista de En construcción.
Sin embargo, El cielo gira es mucho más que eso. Es la constatación de que posee un extraordinario talento, enriquecido por un laborioso trabajo, una confianza en su mirada y un reconocimiento de sus filiaciones. Es la obra de quien aprendió cuáles son las herramientas disponibles, cómo funcionan, qué efectos producen y las utiliza sin cortapisas.
Cuando presentó su película en el festival de Valladolid, Mercedes Álvarez explicó que frente al documental que relaciona texto e imagen de un modo canonizado, ella prefiere “otro tipo de documental, de autor, si es que hay algo que pueda llamarse así, que ha tratado siempre de ensanchar y restituir el poder de la mirada poniéndola a salvo de toda convención. A ese otro tipo de documental no le asustará poner en juego la subjetividad, no tratará de esconder el punto de vista; se servirá, si es preciso, del diálogo con lo ficticio, lo hipotético o lo imaginativo; empleará a veces el discurso oblicuo o el comentario, pero sin prisas por establecer tesis o llegar a conclusiones; y, sobre todo, el autor no sólo ofrecerá su mirada, sino que dejará vestigios de su impotencia, tratando de recomponer la realidad con la ayuda de la mirada del espectador. Todo ello sin sustraerse por un momento al imperativo de todo documental: dar noticia de lo que existe antes, al margen y más allá, de la cámara, de aquello que no tiene un origen ni un destino cinematográficos”.
Los documentales ocupan un lugar secundario en el campo cinematográfico. A pesar de que el cine nació bajo este género con las primeras vistas de los hermanos Lumière, pronto, la mayoría de las producciones se volcarían a relatos espectaculares que favorecieran un entretenimiento entendido como generador de olvido. A través de Hollywood, como expresión máxima de la industria cultural de los medios masivos, se fomentó la realización de películas que ayudaran al público a abandonar en la puerta de los cines su penosa realidad. Eran tiempos de la Gran depresión; y la formula funcionó. La maquinaria capitalista había encontrado un poderoso aliado.
El olvidador de realidades se fue perfeccionando a lo largo del siglo XX hasta nuestros días, cuando la circulación de información-entretenimiento a altas velocidades imposibilita la contemplación reposada, aniquila la reflexión existencial y, por sobre todas las cosas, atenta contra el recuerdo. Sin embargo, la historia del cine está plagada de focos de resistencia, y el lenguaje cinematográfico, en constante transformación, se apoyó siempre en esos focos para dar un nuevo brinco.
La casi totalidad de los movimientos renovadores del cine se produjeron a- partir-de o junto-a cavilaciones en torno a la relación entre cine y realidad: de cómo se puede o se debe retratar, reflejar, recrear o mostrar el mundo de las cosas existentes, de la cualidad intrínseca del cinematógrafo para registrar la realidad. Desde el Neorrealismo italiano hasta el cine iraní reciente, pasando por el Free Cinema inglés, la Nouvelle Vague y el Nuevo Cine Latinoamericano, las nuevas formaciones persistentemente resolvieron estas cavilaciones relajando las rígidas fronteras entre el documental y la ficción.
Pero las tenazas de la industria siempre se vuelven a cerrar. Sino hoy no se presentaría como novedad el temblor de una cámara, la ausencia de luz artificial o la presencia de un actor no profesional, en una película de ficción.
Del mismo modo, dentro del documentalismo, siguen teniendo vigencia los debates en torno a la puesta en escena, el rol del narrador o la participación del documentalista en aquello que quiere registrar. Con llamativas posturas en favor de la función objetiva del documental, cuando desde un comienzo, con la primera película de Louis Lumière, La salida de la fábrica, dicha postura queda en entredicho ante la existencia de más de una toma para registrar el cierre de la puerta del establecimiento.
Luego vinieron Dziga Vertov, Walther Ruttman, Robert Flaherty, John Grierson, Joris Ivens, Chris Marker y tantos otros, quienes ensancharon el universo del documental. En los últimos años, con las nuevas tecnologías del digital y el florecimiento de las escuelas de cine, una nueva corriente renovadora va ganando terreno, y no son pocos los que ven en este proceso la mayor fuente de transformación del lenguaje cinematográficos de nuestros días.
En España, en la últimas décadas florecieron los documentales didácticos al estilo BBC, producidos generalmente por y para la televisión, cuya principal razón de ser es desarrollar monográficamente un tema, con muchos entrevistados hablando a cámara, datos estadísticos y una voz en off de un narrador omnisciente, que con su prolija voz de locutor guía al espectador por un sendero cierto y preciso, imposible de desbordar, hacia un final claro y unívoco. Frente a este tipo de documental, surgieron otros completamente distintos, que le devuelven la voz a los protagonistas de la Historia, con un riguroso trabajo con los materiales cinematográficos, que no le tienen miedo a la subjetividad de la mirada, abiertos y honestos.
La movida del Pompeu Fabra
En la ciudad de Barcelona, cobijados por la Universidad Pompeu Fabra, a través de su Master en Documental de Creación, se vienen produciendo una serie de largometrajes de impronta documental, que representan el aporte más enriquecedor de este género. Monos como Becky (1999) de Joaquim Jordá y En construcción (2001) de José Luis Guerín, dos de los primeros trabajos de este grupo, irrumpieron en el escenario cinematográfico provocando sorpresa por su arriesgada propuesta estética y narrativa y por la alta calidad de su resultado.
La Pompeu Fabra es una universidad pública catalana creada en junio de 1990, donde actualmente estudian siete mil alumnos en las más diversas especialidades. En 1998 se creó el Master en Documental de Creación con el objetivo de formar realizadores y productores. Es un curso de alto nivel de formación que procura recuperar la vieja práctica de los talleres de oficios, en donde los profesores comparten sus saberes con los estudiantes, mediante un trabajo colectivo. Al finalizar los dos años de curso, cada participante del master, además de cursar las materias teóricas, con especialistas del sector como Jean-Louis Comolli, Basilio Martín Patino, Patricio Guzmán y los mencionados Jordá y Guerín, habrá colaborado en alguna de las tareas que implica la realización de un documental y habrá desarrollado un proyecto propio, algunos de los cuales llegarán finalmente a producirse si consiguen la financiación necesaria, ya que la universidad no asume el rol de productor sino que de acuerdo a la evaluación del proyecto vincula al alumno con productores con los que tiene contacto, como las instituciones de cine españolas y europeas y los canales de televisión especializados.
Recientemente, el instituto de cine argentino y la Consejería Cultural de España organizaron en Buenos Aires un encuentro donde se exhibieron algunos de los trabajos producidos en el marco de este master con la participación de su director, Jordi Balló y el realizador Joaquim Jordá. Los ejes de discusión de esas jornadas giraron en torno a la frontera entre realidad y ficción, el trabajo de puesta en escena, la invisibilidad de la cámara y la creación de escenas dentro del documental.
El concepto de documental de creación implica más que una definición teórica una toma de postura frente al género canónico. Cuenta Balló que al crearse el master se dieron cuenta que además de impartir conocimientos teóricos debían construir películas ya que el género que proponían, documental de creación, no existía. “Son las obras las que cristalizan el pensamiento”, señala Balló, para quien Monos como Becky, abrió puertas de libertad. Luego de la película de Jordá, otros realizadores españoles se animaron a no temerle a la hibridación ficción-realidad.
Frutos
En la sección Tiempo de Historia de la última Semana Internacional de Cine de Valladolid se estrenó la opera prima de Mercedes Álvarez, El cielo gira, una fértil prolongación de este camino.
Estudiante de la primera camada del master, Álvarez llevaba varios años reuniendo material sobre su pueblo natal, una aldea de los páramos altos de Soria, que viene despoblándose invariablemente hasta llegar a tener hoy apenas catorce habitantes, todos ancianos. Luego de pasar por la Universidad Pompeu Fabra y de realizar el montaje de En construcción, tras un arduo trabajo de más de un año, su ansiado proyecto personal alcanzó su forma definitiva en 2001.
A partir de la gran repercusión de crítica y público de la película de Guerín y con una elogiosa carta de presentación de Víctor Erice, Mercedes Álvarez obtuvo el financiamiento necesario para realizar un documental que contara cómo vive un pueblo que ha llegado a su última generación. El rodaje comenzó en octubre de 2002 y durante ocho meses un equipo que fue variando entre 3 y 7 personas se emplazó en la pequeña aldea y convivió con sus pobladores. Cuenta la realizadora que “no se trataba de una puesta en escena, al modo de Flaherty, ni de capturar la vida de improviso, según la práctica de Vertov –esto último, en un espacio donde era imposible pasar desapercibidos, hubiera sido impracticable-. Se trataba, más bien, de una puesta en situación, donde algo no se reproduce sino que se produce, había una intervención, y ese algo no habría existido sin el dispositivo fílmico”.
Y el resultado es un documental fascinante, relatado por mágicos personajes reales y por la voz dulce y respetuosa de la realizadora, que no esconde su mirada subjetiva, sus vivencias personales, pero que, gracias a un calculado ritmo, una fotografía y un montaje que favorece la contemplación de la mirada y un sonido prodigioso, va comprometiendo al espectador en una historia que pronto deja de ser ajena.
Como en En construcción, la cámara de Álvarez se disuelve entre los vecinos, quienes aparecen registrados con pasmosa naturalidad en sus quehaceres cotidianos, dando rienda suelta a unas reflexiones filosóficas de a pie, sobre el sentido de la vida y de la muerte, reflexiones nunca graves ni solemnes, sino como las que pueden fluir de una conversación entre dos vecinos que se conocen de añares, mientras atraviesan el campo por un sendero, desmalezan el cementerio o hablan, cerco de por medio, sobre los eclipses de luna.
Géneros híbridos
Como se viene señalando, la utilización de recursos propios de los relatos de ficción en un documental no debería verse como una novedad sino como una actualización de una transgresión frente a un tabú. Llevar a buen puerto esta hibridación requiere un reconocimiento de experiencias anteriores y un compromiso con la actualidad del género en su contexto. Cuando uno ve El cielo gira, percibe la presencia de los maestros que transitaron este sendero, no como copia ni como homenaje, sino como una sabia reutilización de un recurso, cuyo sentido no hay que ir a buscarlo a otros relatos sino que emana de la propia narración.
Hay una escena donde se ve a una pareja de ancianos hablando al pie de la chimenea de su casa, que si se tomara en forma aislada a la película uno podría pensar que se trata de un fragmento de un film de ficción. La puesta de cámaras, la iluminación y el montaje invitan a esta lectura. Lo mismo podría decirse de muchas escenas de El sol de membrillo, de Víctor Erice.
Algo similar puede verse a partir del inteligente aprovechamiento de los nuevos dispositivos tecnológicos, como el video digital, que por su pequeñez y familiaridad, provoca una menor intimidación de la persona registrada, con la consiguiente naturalidad de su habla y sus movimientos, o como sucede con la calidad del sonido directo, que ubica a la voz clara y fecunda de los personajes en primer plano, aunque sus figuras se pierdan en la inmensidad de un plano general. Lecciones que parece haber aprendido muy bien luego de su experiencia con José Luis Guerín.
A diferencia de Erice, a quien Álvarez reconoce como un referente necesario, en El cielo gira, la voz de la directora profundiza la subjetividad de la mirada, mientras que en El sol de membrillo, Erice prescinde de voz en off buscando un registro más imparcial, aunque intimista. Intimidad que comparte Mercedes Álvarez, además de compartir una confianza estremecedora por el poder de las imágenes. Casi sin movimientos de cámara, los planos parecen durar el tiempo necesario para que la fijación de la mirada nos transporte dentro y fuera de la película y nos arranque profundas sensaciones sin caer nunca en el tedio.
Esculpir en el tiempo
El cielo gira es una película sobre el tiempo. Quizás el mayor desafío era atrapar ese instante de transición, ese momento que todavía guarda vestigios de los que fue y presenta síntomas de lo que será. Para contar cómo un pueblo se queda sin habitantes, un documental tradicional nos inundaría de estadísticas, pondría a sus pobladores frente a la cámara para que nos contaran sus padecimientos, se desviviría por tratar de encontrar las causas. En El cielo gira todo es más relajado y honesto; pertenece a ese conjunto de películas que se muestran desnudas frente a la vida.
Para dar cuenta del tiempo, Álvarez se vale de los más diversos recursos: fundidos encadenados, fotografías en blanco y negro, relatos orales, refuerzo de la voz en off, ejemplos paradigmáticos, como la magistral secuencia de la muerte del olmo pero, por sobre todas las cosas, Mercedes Álvarez construye una estructura narrativa, frecuente en los buenos relatos de ficción, en donde los hechos están organizados de manera especular. Es decir, el sentido de lo que vemos se construye en relación con lo que vimos antes y anticipará lo que vendrá.
A través de este juego de espejos, nos transportamos desde la época de los dinosaurios a las modernas escavadoras, de los castros celtíberos a los hoteles cinco estrellas, de la dictadura de Franco a la invasión a Irak, de las ruinas romanas a los modernos molinos de viento, de la tragedia de la Guerra Civil Española a la comedia de la campaña electoral actual.
Hay otro recurso muy importante que introduce la directora, que conllevaba mucho riesgo pero que contribuye decisivamente a dar cuenta del paso del tiempo: la presencia del pintor Pello Azketa.
Durante los años 70, Pello Azketa formó parte de una fructífera generación de pintores de vanguardia que dio en llamarse Escuela de Pamplona. Azketa persiguió siempre un hiperrealismo aplicado al paisaje urbano y a los objetos humildes de la vida cotidiana, con una técnica acabada y una poesía extraña y verdadera. Debido a una enfermedad ocular el pintor comenzó a perder la vista, hasta quedar casi ciego. Con un resto de visión y una gran memoria visual y pictórica, Azketa volvió a pintar. De esta manera, el pueblo y el pintor tienen algo en común: “las cosas han comenzado a desaparecer delante de ellos”, dice Álvarez.
La presencia de Pello Azketa se entrelaza perfectamente en el film, a través de su visita al pueblo y una riquísima conversación con uno de sus pobladores, quien le “muestra” los colores del paisaje que rodea al pueblo y que finalmente pintará Azketa. Ante la ausencia del sol, los colores están apagados; “ya amanecerá” dice con naturalidad el pintor. Lo que nos puede remitir a la aurora de la filósofa española María Zambrano y su razón poética, donde se cruzan elementos aparentemente irreductibles, una zona intermedia, como la que persigue la directora.
En la cancha se ven los pingos
Así dice un dicho popular del Río de la Plata, en referencia al desempeño de los caballos en el hipódromo. Es que por más que uno maneje una cuantiosa teoría, a la hora de practicar esos saberes muchos tropiezan con sus limitaciones. No es el caso de Mercedes Álvarez para quien la distancia entre teoría y práctica parece no existir. Mucha teoría habrá aprendido en su paso por el Master en Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra, como lo demuestra un artículo suyo a propósito de una retrospectiva sobre la obra de Chris Marker que se realizó en el festival de cine de Navarra en el 2000. Muchos conocimientos prácticos habrá asimilado en su experiencia como montajista de En construcción.
Sin embargo, El cielo gira es mucho más que eso. Es la constatación de que posee un extraordinario talento, enriquecido por un laborioso trabajo, una confianza en su mirada y un reconocimiento de sus filiaciones. Es la obra de quien aprendió cuáles son las herramientas disponibles, cómo funcionan, qué efectos producen y las utiliza sin cortapisas.
Cuando presentó su película en el festival de Valladolid, Mercedes Álvarez explicó que frente al documental que relaciona texto e imagen de un modo canonizado, ella prefiere “otro tipo de documental, de autor, si es que hay algo que pueda llamarse así, que ha tratado siempre de ensanchar y restituir el poder de la mirada poniéndola a salvo de toda convención. A ese otro tipo de documental no le asustará poner en juego la subjetividad, no tratará de esconder el punto de vista; se servirá, si es preciso, del diálogo con lo ficticio, lo hipotético o lo imaginativo; empleará a veces el discurso oblicuo o el comentario, pero sin prisas por establecer tesis o llegar a conclusiones; y, sobre todo, el autor no sólo ofrecerá su mirada, sino que dejará vestigios de su impotencia, tratando de recomponer la realidad con la ayuda de la mirada del espectador. Todo ello sin sustraerse por un momento al imperativo de todo documental: dar noticia de lo que existe antes, al margen y más allá, de la cámara, de aquello que no tiene un origen ni un destino cinematográficos”.
Publicado en la Revista colombiana Kinestoscopio, en marzo de 2005
A propósito de Escrito en el cuerpo, de Peter Greenaway, por Ernesto Babino
“El aroma del papel blanco es como el aroma de la piel de un nuevo amante, quien acaba de hacer una visita sorpresa en un jardín mojado. Y la tinta negra es como el pelo laqueado, ¿y la pluma? Bueno, la pluma es como ese instrumento de placer cuyo propósito nunca está en duda pero cuya sorprendente eficacia uno siempre, siempre olvida”.
Estas, y muchas otras metáforas y epifanías relativas a los placeres de la vida se agrupan en El libro de almohada de Sei Shonagon, un diario íntimo escrito por una cortesana japonesa hace unos mil años, que sirvió de puntapié inicial para que el director británico Peter Greenaway construyera una de sus obras fundamentales: Escrito en el cuerpo (The Pillow Book, 1996).
Para Greenaway, las ricas imágenes enumeradas por esta protofeminista del siglo X, coronadas con una apoteosis de las delicias de la carne y la literatura, constituían un material lo suficientemente tentador y cercano a su filmografía, como para no dejarlo escapar. Su afición por las listas, su voracidad enciclopedista, pero sobre todo la comunión entre sexo y texto habían hecho que el libro de Sei Shonagon se transformara para él en una obsesión durante muchos años. Pero cuando finalmente la plasmó cinematográficamente, no se limitó a ilustrar el libro sino que articuló su contenido con una historia inventada, la de Nagiko Kiyohara (Vivian Wu), una joven japonesa del siglo XX a la que su tía le leía de niña El libro de almohada de Sei Shonagon y cuyo padre calígrafo-escritor pintaba sobre su rostro cada aniversario de su cumpleaños una bendición.
“No creo que el cine sea un muy buen medio narrativo. Creo que si uno quiere contar una historia debería dedicarse a ser un escritor y no un cineasta” suele decir heréticamente Greenaway. Sin embargo, esta displicencia militante hacia lo narrativo, que en más de una ocasión atenta contra la inteligibilidad de sus propuestas, como ocurre, por ejemplo, en ZOO (A Zed and Two Noughts, 1985) o en La Tempestad (Prospero’s Books, 1991), no obstaculiza la lectura de Escrito en el cuerpo. Por el contrario, más allá del ramillete de metáforas y de lo intrincado de la trama, en esta película el relato progresa sin demasiada dificultad desde la infancia de Nagiko hasta sus 28 años, aunque, como decía Godard, si bien hay un principio, un desarrollo y un final, no siembre transcurren en ese orden.
Sin profundizar la lectura psicoanalítica, a pesar de los múltiples indicios que en ese sentido ofrece la historia, en los primeros minutos podemos ver los que serán los conflictos fundamentales de esta fábula. Desde la secuencia de títulos se escuchan unos acordes que se prolongarán en la primera escena y que evocan un rito atávico. Las primeras imágenes nos muestran el rostro de una niña siendo escrito por la pluma de su padre, mientras le recita una plegaria: “Cuando Dios hizo al primer modelo en arcilla del ser humano, le pintó los ojos, los labios y el sexo. Luego pintó el nombre de cada persona para que el dueño no lo olvidase. Si Dios aprobaba su creación, le daba vida al modelo de arcilla firmando su propio nombre”. Este ritual, que se repetirá cada cumpleaños de Nagiko, dejará inscripto, no ya en su rostro -durante toda la película Greenaway se encargará de mostrar el carácter no permanente de estas escrituras sobre la piel, ya que se remueven fácilmente con agua-, sino en la psiquis de la niña, la figura del hombre ideal a través de la figura de su padre. Pero para complicarle más la cabecita a esta pobre criatura, pronto se verá cómo descubre, mientras su tía le lee El libro de almohada de Sei Shonagon, la manera en que su padre es sometido sexualmente por su editor, a cambio de la publicación de sus escritos.
Un matrimonio, arreglado por el tiránico editor, no será un buen comienzo para Nagiko en sus primeros pasos como mujer. Su marido no entiende sus extrañas peticiones: ¿qué es eso de tener que escribir sobre el rostro de su mujer? La joven, incomprendida, se refugia en la escritura de su propio Libro de almohada, pero en lugar de hacer un listado de sensaciones agradables, registra todo aquello que la irrita, como los prejuicios de ciertos hombres –su marido- contra la literatura. Luego, veremos su huída hacia Hong Kong, su triunfo como modelo publicitaria, prefigurado en las palabras que año tras año le recitaba su padre, y su permanente búsqueda del “amante calígrafo ideal”. Pero como suelen suceder con las búsquedas engañosamente conscientes, cuando un requisito resulta satisfactorio aparece un aviso ingrato. La pobre Nagiko no da pie con bola, si es buena la caligrafía del amante su capacidad amatoria deja mucho que desear, y viceversa.
Hasta que aparece él, Jerome (Ewan McGregor), un escritor y traductor inglés que habla y escribe en seis idiomas, pero cuya escritura está más cercana al garabato que al arte. Para colmo, cuando Nagiko va a una editorial para ver si puede publicar su libro, descubre que es la misma editorial donde publicaba su padre y que Jerome es el amante de aquel editor que sometía a su padre. En esta escena, como lo hace en muchos momentos de la película, Greenaway abre una pantalla dentro del cuadro principal, compartiendo simultáneamente el mismo espacio dos escenas que transcurren en tiempos distintos, la principal en el presente de la historia mientras que la pantalla interior vuelve a mostrar escenas que habíamos visto anteriormente y que corresponden a la infancia de Nagiko cuando acompañaba a su padre a la editorial. Los recursos técnicos a los que apela el director, como se ve en este caso, siempre están empleados con una función narrativa y no como un mero despliegue de recursos tecnológicos, a los que nos tiene tan mal acostumbrados cierta tendencia del cine contemporáneo.
Volviendo a la historia, entonces, Nagiko, ni lerda ni perezosa, decide aprovecharse de la situación y piensa en seducir a Jerome, para llegar al editor y tramar una venganza. Pero las cosas no siempre transcurren como uno las planifica, y menos en una película de Greenaway, donde, a pesar de algunos guiños propios del azar, la fatalidad parece estar escrita de antemano, y nuestra desdichada heroína, que antes se preguntaba “¿por qué una persona debe ser obligada a soportar un dolor tan dulce y un placer tan agrio?”, seguirá participando de esta difícil tarea que es aprender a vivir.
Pero no se preocupen. La película no es tan cursi como esta última frase. Todo lo contrario. La arquitectura de la imagen, la música como su contrapunto o acompañamiento dramático, las derivaciones de la trama, alcanzan en Escrito en el cuerpo niveles superlativos, que amalgaman lo sutil con lo brutal, como pocas veces se ha visto en el cine.
Suele decir Peter Greenaway (como una provocación, si significara aun algo esta palabra) que el cine ha muerto. Otros también coinciden con esa afirmación. Alguno, otro inglés, John Orr, se aventuró a ponerle año de defunción: 1975, cuando asesinaron al maestro Pier Paolo Pasolini, cuando Antonioni filmó El pasajero. Para Greenaway, hace más de veinte años que se agotó, que se viene repitiendo, con variaciones del mismo tema. Según este amante de las metáforas, Eisenstein (el abuelo) fue su progenitor y organizador, Orson Welles (el padre) lo consolidó, y Godard (el hijo) quien lo destruyó, al hacerlo tan autoconsciente. Algunos de los que piensan que algo de cierto hay en esto miran hacia el lado del documental, como instancia de posible resucitación, otros, es el caso de Greenaway, hacia las nuevas tecnologías.
En Escrito en el cuerpo se puede apreciar esta búsqueda, no solamente en la fragmentación de la pantalla, -recurso anteriormente utilizado, aunque de manera más tosca, entre otros por Brian de Palma- sino también en la utilización del color y del blanco y negro, como recurso dramático. No es la novedad del recurso lo que le confiere valor a la película, sino la utilización de los materiales cinematográficos –ya no recluidos en el celuloide- como una arcilla a la que se manipula a su antojo, creando figuras, imágenes, cuadros en permanente transformación.
Lo que podría ser una alegoría oscura, un collage de metáforas incomprensibles, resulta un parfait mélange, una mezcla perfecta, como dice la canción francesa que relata y comenta el primer encuentro entre Jerome y Nagiko. Porque los cuerpos en los que Nagiko escribirá sus trece libros, la iteración de imágenes provenientes de El libro de almohada de Sei Shonagon -una suerte de referente espiritual para Nagiko-, y la trama de amores y odios se suceden con una cadencia visual armoniosa, no exenta de variados golpes de electroshock.
En la introducción a El cine según Hitchcock -uno de los libros sagrados-, François Truffaut recomienda la conveniente observación de un precepto fundamental: “todo lo que se dice en lugar de ser mostrado se pierde para el público”. A partir de la ciega obediencia a esta premisa, Hitchcock se convirtió, para Truffaut –y quién lo puede poner en duda-, en “uno de los más grandes inventores de formas de toda la historia del cine”, pero de formas que no adornan el contenido, sino que lo crean. Con Greenaway, al igual que en el cine de David Cronenberg, aunque con formas de representación de la realidad casi antagónicas, pasa algo similar, pero más que hablar de formas resulta más favorable pensar en figuras.
Estas figuras discursivas, que confían en el poder de lo mostrado por sobre lo dicho y que deambulan por todo el cine de Greenaway, suelen utilizar como soporte visual el cuerpo humano: enfermo (El vientre de un arquitecto), mutilado (ZOO) o canibalizado (El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante). Esta recurrencia por exponer las inscripciones de lo social y lo psicológico en el cuerpo humano presenta un salto cualitativo en The pillow book, al funcionar la piel como una alegoría que condensa los placeres de la literatura y del cuerpo. Más aun: ya no se trata de privilegiar la imagen por sobre la palabra, sino todo lo contrario.
Con una vocación enciclopedista, casi borgeana, a lo largo de las dos horas de película, Greenaway presenta textos en veinticinco idiomas y de todas las maneras imaginables: escritos en cuerpos, vivos y muertos, sobre papel, madera, en superficies lisas y curvas, en vertical u horizontal, gigantes y diminutos, proyectados, en pantallas, con luces de neón, etc. A pesar de esta profusión textual uno se siente más proclive a la contemplación que a la lectura: pareciera ser que hay mucho más para sentir que para comprender.
En palabras del propio Greenaway: "El cine es mucho más que una coartada para contar historias. Hay narradores magníficos en la tradición de Hollywood, sin embargo para mí ha de ser mucho más que eso. Se trata de un medio extraordinariamente sofisticado, que permite manejar significados metafóricos y a la vez componentes literarios y gráficos. El cine es también una plataforma de ideas para la discusión. No solo sobre contenidos, también sobre formas y estructuras. Mi cine trata más de lo estético que de lo político, de las ideas filosóficas que de la simple narración. Algunas veces siento que soy como un hipopótamo en una carrera de jirafas”.
Y hay veces que hasta los hipopótamos nos pueden deleitar con su belleza y su gracia; es el caso de Escrito en el cuerpo.
Charla con Harun Farocki, por Patricia Carbonari
El capitalismo, ese gran creador de espejismos
El Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires se ocupó, desde sus comienzos, de rescatar outsiders cuyas filmografías fueran totalmente desconocidas para el gran público. A esa militancia se debe el arribo a Buenos Aires del alemán Harun Farocki, incansable detective de la imagen, para quién el cine no es otra cosa que una herramienta para pensar la sociedad. En la V edición del festival se realizó una retrospectiva de su obra y a partir de entonces ha asistido acompañando nuevas películas.
En la presentación del último film que se vio en Buenos Aires, Nothing Ventured, Farocki nos concede una charla en la que comienza definiendo brevemente su objetivo con este particular documental: “En esta película solo se trata de desnudar la mentira sobre el capital de riesgo, uno de los tantos y cada vez más sofisticados modos de dominio. Los protagonistas son actores de una gran farsa, este es un film donde hay que observar las conductas, que son develadoras”. Esta frase sirve para sintetizar el reto que el cineasta alemán se ha propuesto con su cine: despojar al capitalismo de sus múltiples y perversas máscaras.
Desde el principio, la marginalidad
Harun Farocki nació en Novy Jicin, Checoslovaquia, en 1944, por entonces anexado a Alemania. Estudió en la Academia Alemana de Cine y Televisión de Berlín, de la que fue echado con otros colegas por cuestiones políticas, y escribió para varios medios, siendo redactor de la prestigiosa Filmkritik. A partir de 1966 comenzó una carrera como cineasta, además de colaboraciones como actor y guionista y desde 1990 ha presentado numerosas instalaciones. A pesar de haber sido contemporáneo al Nuevo Cine Alemán, a figuras que por caminos distintos lograron la difusión de su cine, como Werner Herzog, Win Wenders o Rainer Fassbinder, Harun Farocki elige una estética por completo distinta a la de ese movimiento. Era previsible la dificultad de introducir sus letales postulados en esos momentos, si hasta su propia madre decía que él no hacía verdaderas películas.
“Mi cine siempre ha sido marginal y no tiene lugar en el centro de la industria. También es cierto que el cine se ha jerarquizado, se ha extendido, “ha ampliado sus gustos”, no se que opinaría hoy mi madre pues ya está muerta, pero han empezado a aparecer lazos con otras disciplinas; hoy se fomenta el aprendizaje diversificado, se estudia música, arquitectura y cine y la universidad es una oportunidad para trabajar. Con las preguntas que ma hacen tengo un termómetro de la evolución de la mirada, ya no se ve al cine tan estructurado, tan lleno de normas, hay conciencia de que no es sólo lo que nos acostumbraron a ver, y que, como en la literatura, el cine se da en muchísimas formas. Sin alejarnos demasiado, la instalación y muestra del cine de Chantal Akerman refuerza esta diversidad. Por supuesto que las crisis muestran otras posibilidades, así como en Francia, la Nouvelle Vague demostró la crisis del cine convencional, en la Alemania de los años setenta todo el mundo pensó que desde el cine y la televisión se podía modificar cierta realidad. Yo simplemente busqué otra manera de decirlo”.
No obstante las diferencias en esta “manera de decirlo” como cuenta Farocki, muchos de los directores de esos movimientos influenciaron su trayecto cinematográfico. Además de la empatía con la obra de Bresson, ¿quiénes eran los directores que frecuentaba?
“Los de la Nouvelle Vague, que estuvo en todas las cinematecas del mundo como dogma, nos alimentamos de los cánones de Les Cahiers du cinéma; con su forma de mirar el cine ellos definieron como mirar. Recién en los últimos años uno se dio cuenta de que existen otras cinematografías, como la asiática, por ejemplo. La gran lección de los cahieristas fue que la escritura de cine es una parte necesaria, complementaria, de la realización. En esto fueron pioneros los hombres de la Nouvelle Vague y algunos movimientos de esa época, podemos hablar de sumar posibilidades para un desarrollo más interdisciplinario de espectadores-lectores. Aunque, ellos, luego se dedicaron solo a dirigir, muy pocos continuaron escribiendo, igualmente yo lo considero valioso, inherente a la actividad”.
Sin ornamentos
“La imagen se desnuda desde el comienzo. Si se profundiza en el conocimiento del material, es más fácil tomar las decisiones en la isla de edición, donde cortar, que toma seleccionar o que música usar; en definitiva como va a ser la película; todas estas decisiones deberían tomarse, digamos, por sí solas. Con Max Reimann, un investigador con quién tengo la suerte de trabajar hace años, siempre estamos buscando un nuevo mundo, un nuevo campo, hace unos años era el mundo de las armas inteligentes y este año el mundo del capital de riesgo; tratamos de ir viendo como va a ser, que imágenes son posibles. Desde el comienzo de la filmación, cortamos y editamos simultáneamente para eliminar la separación del proceso producción y post-producción. Cuando una imagen se empieza a cortar desde el principio, uno empieza a ver el valor que tiene esa imagen, que se puede hacer con ella, como se puede interactuar”.
Ya sea por el uso del material de archivo, por el trabajo del fuera de campo, por el plano detalle, por su encuentro con otros intelectuales como Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jean Genet y Robert Bresson, la filmografía de Farocki es de un abordaje minucioso e imprescindible.
El shopping, la cárcel natural del individuo contemporáneo
En Los creadores del mundo de compras, film del año 2001, Farocki describe los pasos que da el capitalismo para incitar al consumo y como la imagen se sacraliza para su venta.
Los shoppings, esos paraísos artificiales, altares del mundo moderno, parece decir Farocki, someten al hombre a una prisión, que, paradójicamente, le hace sentir pleno, feliz porque tiene poder para comprar; así, el tener ha reemplazado al ser, el objeto al sujeto; el deseo del mercado ha desplazado el deseo del individuo, que siente una fuerte pulsión al consumo. La imagen, en este contexto, no es reflejo del deseo, sino instigadora, creadora del deseo. ¿Será posible imaginar al hombre saliendo de la gran prisión del consumo?
“Por ahora lo veo entrando a un shopping, la cámara de video vigilando su ingreso, ¿porqué entra por ésta entrada y frecuentemente circula hacia la derecha?, ¿porqué se comporta de esa manera?, ¿porqué está preso de un ingenioso dispositivo que lo convierte en un número?, mientras él circula fascinado con el recorrido, que, nada inocentemente, fue pensado para él”.
La cadena de responsabilidades no se corta en quién muestra, sino que la mirada del espectador también está comprometida; el que mira no debe cerrar los ojos ante lo que ve. Si vemos Imágenes del mundo y epitafios de guerra, las fotografías aéreas con las que se contaba durante la segunda guerra mundial habían advertido, mucho antes de que saliera a la luz, la existencia de los campos de concentración, más precisamente, el de Auschwitz. Esto implica, que, como Thomas Elsaesser decía “mirar una imagen es el fin de la inocencia de la visión”.
“Sí, pero éstas respuestas las tiene que elaborar la sociedad misma, no sé a que nivel de degradación hay que llega para reaccionar”.
En la sociedad de control, dice Farocki, toda acción del hombre es previsible, aun así la anómica, pues a él otra cárcel le espera, tan bien organizada como la de afuera, en donde será igualmente vigilado, seguramente castigado y, porque no, “distraídamente” asesinado.
Vigilar y disparar
Mientras uno mira Imágenes de prisión, un film de 1999, que cuenta con imágenes de Un condenado a muerte se escapa, de Robert Bresson y de Un chant d’amour, de Jean Genet, se produce un impacto gélido; un preso muere captado por el ojo de la cámara que está ubicada lejos de él, vigilándolo a punta de pistola. En este impacto, la muerte real de Martinez, en ese preciso momento que nuestros ojos lo ven, Farocki resume la contundencia del acto de matar, el poder de la tecnología aplicada para efectivizar ese acto, y la ideología que lo sustenta. El encierro, entonces, es inexorable, coincidiendo en esto con Bresson.
“Esta película muestra la presión en la cárcel, algo que no se necesita, no hay ninguna cuestión lógica por la que los hombres sean asesinados en las cárceles. Hace diez años que están tomadas estas imágenes y sigue ocurriendo lo mismo. Creo que hay que internalizar un concepto importante: rige la irracionalidad y no la reflexión ¿era necesario que Estados Unidos invada Vietnam?. La respuesta es no”.
La posibilidad de apretar un botón y matar a distancia, ya había sido anticipada en Imágenes del mundo y epitafios de guerra. Entonces, en la segunda guerra, la fotografía aérea sirvió a los invasores para un mejor control de sus acciones, pero también para detectar Auschwitz. En Imágenes de prisión la muerte está sucediendo aquí y ahora.
Si el futuro es de opresión, de control, ¿existe una salida para el hombre en este contexto?
“No, seguramente no hay una salida por ahora, sino solo detalles que se pueden cambiar. No puede haber un gran programa, quiero decir un programa global, aun no estamos preparados para eso. Pero se pueden ir abriendo caminos. Por ejemplo, un escritor usa las mismas palabras siempre pero las puede combinar distinto y quizás de esa manera pueda agrandar la competencia del lector. Posiblemente sea racionalizado a posteriori. Por supuesto que yo no hago las cosas deductivamente, sino todo lo contrario”.
¿el hombre se dirige hacia su propio encierro, como Michel, el carterista, pero sin la experiencia trascendental que alberga toda criatura bressoneana?
“Es una pregunta muy difícil de responder, se me ocurre que en la historia hay muchas sorpresas positivas”.
El Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires se ocupó, desde sus comienzos, de rescatar outsiders cuyas filmografías fueran totalmente desconocidas para el gran público. A esa militancia se debe el arribo a Buenos Aires del alemán Harun Farocki, incansable detective de la imagen, para quién el cine no es otra cosa que una herramienta para pensar la sociedad. En la V edición del festival se realizó una retrospectiva de su obra y a partir de entonces ha asistido acompañando nuevas películas.
En la presentación del último film que se vio en Buenos Aires, Nothing Ventured, Farocki nos concede una charla en la que comienza definiendo brevemente su objetivo con este particular documental: “En esta película solo se trata de desnudar la mentira sobre el capital de riesgo, uno de los tantos y cada vez más sofisticados modos de dominio. Los protagonistas son actores de una gran farsa, este es un film donde hay que observar las conductas, que son develadoras”. Esta frase sirve para sintetizar el reto que el cineasta alemán se ha propuesto con su cine: despojar al capitalismo de sus múltiples y perversas máscaras.
Desde el principio, la marginalidad
Harun Farocki nació en Novy Jicin, Checoslovaquia, en 1944, por entonces anexado a Alemania. Estudió en la Academia Alemana de Cine y Televisión de Berlín, de la que fue echado con otros colegas por cuestiones políticas, y escribió para varios medios, siendo redactor de la prestigiosa Filmkritik. A partir de 1966 comenzó una carrera como cineasta, además de colaboraciones como actor y guionista y desde 1990 ha presentado numerosas instalaciones. A pesar de haber sido contemporáneo al Nuevo Cine Alemán, a figuras que por caminos distintos lograron la difusión de su cine, como Werner Herzog, Win Wenders o Rainer Fassbinder, Harun Farocki elige una estética por completo distinta a la de ese movimiento. Era previsible la dificultad de introducir sus letales postulados en esos momentos, si hasta su propia madre decía que él no hacía verdaderas películas.
“Mi cine siempre ha sido marginal y no tiene lugar en el centro de la industria. También es cierto que el cine se ha jerarquizado, se ha extendido, “ha ampliado sus gustos”, no se que opinaría hoy mi madre pues ya está muerta, pero han empezado a aparecer lazos con otras disciplinas; hoy se fomenta el aprendizaje diversificado, se estudia música, arquitectura y cine y la universidad es una oportunidad para trabajar. Con las preguntas que ma hacen tengo un termómetro de la evolución de la mirada, ya no se ve al cine tan estructurado, tan lleno de normas, hay conciencia de que no es sólo lo que nos acostumbraron a ver, y que, como en la literatura, el cine se da en muchísimas formas. Sin alejarnos demasiado, la instalación y muestra del cine de Chantal Akerman refuerza esta diversidad. Por supuesto que las crisis muestran otras posibilidades, así como en Francia, la Nouvelle Vague demostró la crisis del cine convencional, en la Alemania de los años setenta todo el mundo pensó que desde el cine y la televisión se podía modificar cierta realidad. Yo simplemente busqué otra manera de decirlo”.
No obstante las diferencias en esta “manera de decirlo” como cuenta Farocki, muchos de los directores de esos movimientos influenciaron su trayecto cinematográfico. Además de la empatía con la obra de Bresson, ¿quiénes eran los directores que frecuentaba?
“Los de la Nouvelle Vague, que estuvo en todas las cinematecas del mundo como dogma, nos alimentamos de los cánones de Les Cahiers du cinéma; con su forma de mirar el cine ellos definieron como mirar. Recién en los últimos años uno se dio cuenta de que existen otras cinematografías, como la asiática, por ejemplo. La gran lección de los cahieristas fue que la escritura de cine es una parte necesaria, complementaria, de la realización. En esto fueron pioneros los hombres de la Nouvelle Vague y algunos movimientos de esa época, podemos hablar de sumar posibilidades para un desarrollo más interdisciplinario de espectadores-lectores. Aunque, ellos, luego se dedicaron solo a dirigir, muy pocos continuaron escribiendo, igualmente yo lo considero valioso, inherente a la actividad”.
Sin ornamentos
“La imagen se desnuda desde el comienzo. Si se profundiza en el conocimiento del material, es más fácil tomar las decisiones en la isla de edición, donde cortar, que toma seleccionar o que música usar; en definitiva como va a ser la película; todas estas decisiones deberían tomarse, digamos, por sí solas. Con Max Reimann, un investigador con quién tengo la suerte de trabajar hace años, siempre estamos buscando un nuevo mundo, un nuevo campo, hace unos años era el mundo de las armas inteligentes y este año el mundo del capital de riesgo; tratamos de ir viendo como va a ser, que imágenes son posibles. Desde el comienzo de la filmación, cortamos y editamos simultáneamente para eliminar la separación del proceso producción y post-producción. Cuando una imagen se empieza a cortar desde el principio, uno empieza a ver el valor que tiene esa imagen, que se puede hacer con ella, como se puede interactuar”.
Ya sea por el uso del material de archivo, por el trabajo del fuera de campo, por el plano detalle, por su encuentro con otros intelectuales como Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jean Genet y Robert Bresson, la filmografía de Farocki es de un abordaje minucioso e imprescindible.
El shopping, la cárcel natural del individuo contemporáneo
En Los creadores del mundo de compras, film del año 2001, Farocki describe los pasos que da el capitalismo para incitar al consumo y como la imagen se sacraliza para su venta.
Los shoppings, esos paraísos artificiales, altares del mundo moderno, parece decir Farocki, someten al hombre a una prisión, que, paradójicamente, le hace sentir pleno, feliz porque tiene poder para comprar; así, el tener ha reemplazado al ser, el objeto al sujeto; el deseo del mercado ha desplazado el deseo del individuo, que siente una fuerte pulsión al consumo. La imagen, en este contexto, no es reflejo del deseo, sino instigadora, creadora del deseo. ¿Será posible imaginar al hombre saliendo de la gran prisión del consumo?
“Por ahora lo veo entrando a un shopping, la cámara de video vigilando su ingreso, ¿porqué entra por ésta entrada y frecuentemente circula hacia la derecha?, ¿porqué se comporta de esa manera?, ¿porqué está preso de un ingenioso dispositivo que lo convierte en un número?, mientras él circula fascinado con el recorrido, que, nada inocentemente, fue pensado para él”.
La cadena de responsabilidades no se corta en quién muestra, sino que la mirada del espectador también está comprometida; el que mira no debe cerrar los ojos ante lo que ve. Si vemos Imágenes del mundo y epitafios de guerra, las fotografías aéreas con las que se contaba durante la segunda guerra mundial habían advertido, mucho antes de que saliera a la luz, la existencia de los campos de concentración, más precisamente, el de Auschwitz. Esto implica, que, como Thomas Elsaesser decía “mirar una imagen es el fin de la inocencia de la visión”.
“Sí, pero éstas respuestas las tiene que elaborar la sociedad misma, no sé a que nivel de degradación hay que llega para reaccionar”.
En la sociedad de control, dice Farocki, toda acción del hombre es previsible, aun así la anómica, pues a él otra cárcel le espera, tan bien organizada como la de afuera, en donde será igualmente vigilado, seguramente castigado y, porque no, “distraídamente” asesinado.
Vigilar y disparar
Mientras uno mira Imágenes de prisión, un film de 1999, que cuenta con imágenes de Un condenado a muerte se escapa, de Robert Bresson y de Un chant d’amour, de Jean Genet, se produce un impacto gélido; un preso muere captado por el ojo de la cámara que está ubicada lejos de él, vigilándolo a punta de pistola. En este impacto, la muerte real de Martinez, en ese preciso momento que nuestros ojos lo ven, Farocki resume la contundencia del acto de matar, el poder de la tecnología aplicada para efectivizar ese acto, y la ideología que lo sustenta. El encierro, entonces, es inexorable, coincidiendo en esto con Bresson.
“Esta película muestra la presión en la cárcel, algo que no se necesita, no hay ninguna cuestión lógica por la que los hombres sean asesinados en las cárceles. Hace diez años que están tomadas estas imágenes y sigue ocurriendo lo mismo. Creo que hay que internalizar un concepto importante: rige la irracionalidad y no la reflexión ¿era necesario que Estados Unidos invada Vietnam?. La respuesta es no”.
La posibilidad de apretar un botón y matar a distancia, ya había sido anticipada en Imágenes del mundo y epitafios de guerra. Entonces, en la segunda guerra, la fotografía aérea sirvió a los invasores para un mejor control de sus acciones, pero también para detectar Auschwitz. En Imágenes de prisión la muerte está sucediendo aquí y ahora.
Si el futuro es de opresión, de control, ¿existe una salida para el hombre en este contexto?
“No, seguramente no hay una salida por ahora, sino solo detalles que se pueden cambiar. No puede haber un gran programa, quiero decir un programa global, aun no estamos preparados para eso. Pero se pueden ir abriendo caminos. Por ejemplo, un escritor usa las mismas palabras siempre pero las puede combinar distinto y quizás de esa manera pueda agrandar la competencia del lector. Posiblemente sea racionalizado a posteriori. Por supuesto que yo no hago las cosas deductivamente, sino todo lo contrario”.
¿el hombre se dirige hacia su propio encierro, como Michel, el carterista, pero sin la experiencia trascendental que alberga toda criatura bressoneana?
“Es una pregunta muy difícil de responder, se me ocurre que en la historia hay muchas sorpresas positivas”.
Martín Rejtman: La superficie de las cosas, por Pablo Suárez
Dentro de las diversas tendencias del llamado nuevo cine argentino, la pequeña gran obra de Martín Rejtman es singularmente emblemática. En Rapado, su opera prima, explora con agudeza y un sesgo de humor asordinado el estado de ánimo de jóvenes y familias apresados entre el adormecimiento y la abulia. En Silvia Prieto, una mujer de 27 años se obsesiona al descubrir que existe otra mujer con su mismo nombre, y se decide a conocerla, pero no del todo, y quizás haya otras Silvia Prieto. Al apropiarse de ciertos rasgos del teatro del absurdo, Rejtman construye con fluidez una delirante versión local de la screwball comedy. Con sólo dos films con tantas similitudes como diferencias, el cineasta que emergió a principios de la década del ´90 devino un autor tan esencial como inclasificable.
Su primer largometraje mostró que Argentina tenía otro cine posible, capaz de expandir las fronteras del lenguaje. Rapado fue un páramo absoluto en un terreno plagado de films de una narrativa agonizante, sin espesor ni inspiración genuina, y aun así subsidiados por un Estado a favor del statu quo. Por culpa de la ignorancia y la desidia, Rapado fue calificada como película sin interés por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) durante la gestión de Julio Mahárbiz. Entre otras cosas, se le objetó que mostraba una juventud sin horizontes, sin ideales, y, por tanto, no-Argentina.
Ante este escenario, Rejtman optó por no someter el guión de su posterior proyecto a ningún productor. A cambio de éso, retomó dos caminos complementarios para continuar haciendo cine independiente en Argentina. Por un lado, los subsidios provenientes del exterior daban el puntapié inicial: fondos de Holanda en el caso de Rapado; y un subsidio de Francia, más un préstamo del INCAA de la presente administración, para terminar Silvia Prieto. Por otro lado, transformó las limitaciones de presupuesto en virtudes estéticas, haciendo cine con lo mínimo disponible: apenas una cámara, el equipo básico de sonido, actores amigos, el barrio como locación principal, y muy poca utilería. Filmar con lo que se tiene alrededor, con lo que hay, es la enseñanza más valiosa que el propio director rescata de dos años de estudios en cine en la New York University, donde filmaba, a manera de ejercicios curriculares, un corto por semana.
Sin saberlo, instauró así un modelo de producción seguido a posteriori por muchos otros jóvenes realizadores. El arte de trabajar con muy bajo presupuesto, y a veces sin presupuesto, como ocurrió con el comienzo del rodaje de Silvia Prieto.
Si bien antes de hacer Rapado, ya había dirigido dos cortometrajes
-Dolly vuelve a casa y Sitting on a Suitcase- el origen de la historia de su primer largometraje surgió desde la literatura cuando ya pensando en la transposición al cine, Rejtman escribió el cuento “Rapado”, publicado junto a otros de sus relatos en un volumen de 1992. Ese mismo año el film se exhibió en los festivales de Rotterdam, Locarno, y La Habana, mientras que en Argentina recién se estrenó comercialmente en 1996. En el camino del circuito de festivales internacionales, Silvia Prieto fue el único largometraje argentino en los festivales de Sundance y Berlín de 1999, estuvo en la noche de clausura de la primera edición del Buenos Aires Festival de Cine Independiente; y exhibido en la sección Latin Beat del New York Lincoln Center.
Silvia Prieto también nace de la literatura. Rejtman tomó una novela inconclusa de su amiga Valeria Paván y eligió solo algunas situaciones y personajes para terminar escribiendo un guión por completo diferente de la historia central de la novela. Esa curiosa operación entre la palabra y la imagen ilustra con claridad su lógica de la construcción del relato.
Rejtman dice que lo que le interesan son “las situaciones y el registro de la escena. En ese sentido, Rapado se vincula con el cine mudo, por el tema de la confianza casi ciega en el registro. El punto de partida son las situaciones, las voy uniendo y armando las escenas. Pero no tengo una hipótesis previa. Escribo sin ningún tema en mente, sin ninguna historia. La voy armando a partir de las secuencias, dejando que las situaciones que van apareciendo se contaminen unas con otras. [...] Para mí, el momento de la improvisación está en la escritura, justo cuando no tengo idea de donde estoy yendo. Ahí se arma la historia. Después, no hay improvisación, y los cambios que se introducen en el guión a raíz del rodaje son mínimos. [...] El film está pensado pero no intelectualizado, por eso nunca voy a poner algo en tal lugar porque signifique tal cosa, porque no tengo la menor idea de lo que puede significar. ¿Qué significa raparse? Puede significar cortar algo para que vuelva a crecer de otra manera. O no. Tengo la sensación de que si pienso en un tema a priori solamente voy a decir banalidades. Lo que yo quiero decir es lo que la obra dice”.
Al eludir la necesidad imperiosa de iluminar conciencias con las ideas ampulosas de tanto cine argentino previo, Rejtman no solo evita caer en la pretenciosidad, sino que deja abierta la posibilidad de encontrar tantas lecturas como espectadores. El riesgo está en que la improvisación sin criterio suele redundar en una serie de ideas difusas, sin cohesión. Pero nada hay de experimental en su método. Por el contrario, la obsesión por el control de la narración en cruce con la voluntad de no clausura están tan imbricadas, que resulta imposible pensarlas independientemente.
La idea básica de registrar una escena, según Rejtman, implica que el montaje interno acompañe esa búsqueda puesta en observar bien de cerca una historia simple. El adolescente tardío de Rapado al que le roban su motocicleta, su dinero y hasta sus zapatillas, solo quiere robar otra motocicleta antes de que la noche termine. La cámara simplemente observa lo que pasa, fiel al registro de la acumulación de situaciones impredecibles, pequeñas. El relato encuentra su propia organicidad sin esfuerzo, posee una simplicidad aparente que encubre una gran complejidad.
Film casi sin diálogos, Rapado tiene el ritmo de sus personajes. Si se la piensa como una mirada sagaz sobre la clase media y sus aspiraciones pseudo-intelectuales, dio con el tempo justo: el de un limbo habitado por una familia sumida en la apatía, tan alienada que ni siquiera registra lo absurdo de las situaciones en las que viven. Todos permanecen inmutables, sin deformarse nunca por ese absurdo, ya que, de otro modo, el mismo tono del film se quebraría, cayendo en el absurdo por completo.
En Silvia Prieto, los personajes también están como inertes, pero ahora encabalgados en otro ritmo, a mayor velocidad. Como admirador del cine clásico americano, Rejtman no dudó en tomar apuntes personales de la screwball comedy del Hollywood de los ´30 y ´40, con Howard Hawks y Preston Sturges encabezando la lista. Gran comedia, Silvia Prieto mostró la maduración y consolidación de un estilo.
Ese nexo con la comedia, de todos modos venía de antes, ya que Rapado está permeado por el dead-pan humour, mientras Silvia Prieto asimila ese humor interno que circula de principio a fin con zonas brillantes del disparate absoluto donde todo puede ocurrir, pasando de la sequedad socarrona a la carcajada. La cámara, que en Rapado registraba en largos planos el principio de una acción hasta su fin, en Silvia Prieto lo hace desde la primera hasta la última palabra de cada línea de diálogo. Un movimiento mimético de la transición de un film casi mudo a otro donde todos los personajes hablan sin parar, aunque no se escuchen en sus diálogos de sordos.
Sigue diciendo Rejtman que “cuando hice Rapado yo sentía que el cine argentino era muy hablado, y muy mal hablado. ¿Cómo podía hacer para que los actores hablaran de una manera que me gustara? Sólo tienen que decir el diálogo, sin dramatizarlo. Los actores aprenden el diálogo durante los ensayos, pero lo que más me importa es que aprendan la musicalidad del texto. El texto está estudiado y está dicho. Sin énfasis. Creo que funciona porque se mantiene coherentemente de principio a fin y eso le da el tono al film. [...] Odio los adornos, odio los artificios, odio todo lo que está de más. Para empezar, tengo que tener algo simple y esencial. No podés adornar algo que no tiene estructura. Lo mismo pasa con los decorados, tienen que ser frontales, todo tiene que estar dicho en la frontalidad del lugar. Y con eso ya está, no necesitás más. [...] Me parece más interesante trabajar la bidimensionalidad que la tridimensionalidad. Meterse adentro de las cosas, al final lo que hace es sacarte. Es muy fácil que la cámara entre a un lugar y haga entrar al espectador. Si trabajás en dos dimensiones, me parece que podés entrar mejor a algo. Mi única idea teórica escrita es una sola frase: “el cine es superficie”, porque más allá de la pantalla no hay nada”.
Paradójicamente, para llegar a la profundidad solo se puede examinar la superficie, despojada. Es que lo esencial, tal como lo entendía Bresson y lo comparte Rejtman, no puede llegar sino es en la pantalla plana que exteriorice un universo sin invadirlo. Aparte de la marcación bressoniana de los actores, la noción de la construcción elíptica del espacio -en el que apenas se ve una parte y nunca la totalidad del entorno- es otro elemento que vincula a Rejtman con Bresson, quizás más en Rapado que en Silvia Prieto.
En el universo Rejtman, la mirada está en muchos lugares, pero siempre en movimiento. Está en la construcción y disolución de la identidad de personajes que buscan conexiones con otros. En Rapado, el adolescente con su moto, su único amigo, y sus padres, cada uno en un mundo propio. Pero siempre en desplazamiento, aunque sea en círculos. Silvia Prieto, en un gag notable, es llamada Luisa Ciccone (Madonna), el nombre anónimo de la mujer más famosa del mundo.
Estos no son films ni optimistas, ni pesimistas, porque sería demasiado fácil. Se permiten un humor que va desde una imagen del protagonista de Rapado andando en bicicleta, dentro de su habitación, con las ruedas girando sin apoyar el suelo, sin que medie ningún tipo de explicación, hasta un final tan desconcertante como el de Silvia Prieto, que es más impredecible que los dos films juntos.
Su primer largometraje mostró que Argentina tenía otro cine posible, capaz de expandir las fronteras del lenguaje. Rapado fue un páramo absoluto en un terreno plagado de films de una narrativa agonizante, sin espesor ni inspiración genuina, y aun así subsidiados por un Estado a favor del statu quo. Por culpa de la ignorancia y la desidia, Rapado fue calificada como película sin interés por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) durante la gestión de Julio Mahárbiz. Entre otras cosas, se le objetó que mostraba una juventud sin horizontes, sin ideales, y, por tanto, no-Argentina.
Ante este escenario, Rejtman optó por no someter el guión de su posterior proyecto a ningún productor. A cambio de éso, retomó dos caminos complementarios para continuar haciendo cine independiente en Argentina. Por un lado, los subsidios provenientes del exterior daban el puntapié inicial: fondos de Holanda en el caso de Rapado; y un subsidio de Francia, más un préstamo del INCAA de la presente administración, para terminar Silvia Prieto. Por otro lado, transformó las limitaciones de presupuesto en virtudes estéticas, haciendo cine con lo mínimo disponible: apenas una cámara, el equipo básico de sonido, actores amigos, el barrio como locación principal, y muy poca utilería. Filmar con lo que se tiene alrededor, con lo que hay, es la enseñanza más valiosa que el propio director rescata de dos años de estudios en cine en la New York University, donde filmaba, a manera de ejercicios curriculares, un corto por semana.
Sin saberlo, instauró así un modelo de producción seguido a posteriori por muchos otros jóvenes realizadores. El arte de trabajar con muy bajo presupuesto, y a veces sin presupuesto, como ocurrió con el comienzo del rodaje de Silvia Prieto.
Si bien antes de hacer Rapado, ya había dirigido dos cortometrajes
-Dolly vuelve a casa y Sitting on a Suitcase- el origen de la historia de su primer largometraje surgió desde la literatura cuando ya pensando en la transposición al cine, Rejtman escribió el cuento “Rapado”, publicado junto a otros de sus relatos en un volumen de 1992. Ese mismo año el film se exhibió en los festivales de Rotterdam, Locarno, y La Habana, mientras que en Argentina recién se estrenó comercialmente en 1996. En el camino del circuito de festivales internacionales, Silvia Prieto fue el único largometraje argentino en los festivales de Sundance y Berlín de 1999, estuvo en la noche de clausura de la primera edición del Buenos Aires Festival de Cine Independiente; y exhibido en la sección Latin Beat del New York Lincoln Center.
Silvia Prieto también nace de la literatura. Rejtman tomó una novela inconclusa de su amiga Valeria Paván y eligió solo algunas situaciones y personajes para terminar escribiendo un guión por completo diferente de la historia central de la novela. Esa curiosa operación entre la palabra y la imagen ilustra con claridad su lógica de la construcción del relato.
Rejtman dice que lo que le interesan son “las situaciones y el registro de la escena. En ese sentido, Rapado se vincula con el cine mudo, por el tema de la confianza casi ciega en el registro. El punto de partida son las situaciones, las voy uniendo y armando las escenas. Pero no tengo una hipótesis previa. Escribo sin ningún tema en mente, sin ninguna historia. La voy armando a partir de las secuencias, dejando que las situaciones que van apareciendo se contaminen unas con otras. [...] Para mí, el momento de la improvisación está en la escritura, justo cuando no tengo idea de donde estoy yendo. Ahí se arma la historia. Después, no hay improvisación, y los cambios que se introducen en el guión a raíz del rodaje son mínimos. [...] El film está pensado pero no intelectualizado, por eso nunca voy a poner algo en tal lugar porque signifique tal cosa, porque no tengo la menor idea de lo que puede significar. ¿Qué significa raparse? Puede significar cortar algo para que vuelva a crecer de otra manera. O no. Tengo la sensación de que si pienso en un tema a priori solamente voy a decir banalidades. Lo que yo quiero decir es lo que la obra dice”.
Al eludir la necesidad imperiosa de iluminar conciencias con las ideas ampulosas de tanto cine argentino previo, Rejtman no solo evita caer en la pretenciosidad, sino que deja abierta la posibilidad de encontrar tantas lecturas como espectadores. El riesgo está en que la improvisación sin criterio suele redundar en una serie de ideas difusas, sin cohesión. Pero nada hay de experimental en su método. Por el contrario, la obsesión por el control de la narración en cruce con la voluntad de no clausura están tan imbricadas, que resulta imposible pensarlas independientemente.
La idea básica de registrar una escena, según Rejtman, implica que el montaje interno acompañe esa búsqueda puesta en observar bien de cerca una historia simple. El adolescente tardío de Rapado al que le roban su motocicleta, su dinero y hasta sus zapatillas, solo quiere robar otra motocicleta antes de que la noche termine. La cámara simplemente observa lo que pasa, fiel al registro de la acumulación de situaciones impredecibles, pequeñas. El relato encuentra su propia organicidad sin esfuerzo, posee una simplicidad aparente que encubre una gran complejidad.
Film casi sin diálogos, Rapado tiene el ritmo de sus personajes. Si se la piensa como una mirada sagaz sobre la clase media y sus aspiraciones pseudo-intelectuales, dio con el tempo justo: el de un limbo habitado por una familia sumida en la apatía, tan alienada que ni siquiera registra lo absurdo de las situaciones en las que viven. Todos permanecen inmutables, sin deformarse nunca por ese absurdo, ya que, de otro modo, el mismo tono del film se quebraría, cayendo en el absurdo por completo.
En Silvia Prieto, los personajes también están como inertes, pero ahora encabalgados en otro ritmo, a mayor velocidad. Como admirador del cine clásico americano, Rejtman no dudó en tomar apuntes personales de la screwball comedy del Hollywood de los ´30 y ´40, con Howard Hawks y Preston Sturges encabezando la lista. Gran comedia, Silvia Prieto mostró la maduración y consolidación de un estilo.
Ese nexo con la comedia, de todos modos venía de antes, ya que Rapado está permeado por el dead-pan humour, mientras Silvia Prieto asimila ese humor interno que circula de principio a fin con zonas brillantes del disparate absoluto donde todo puede ocurrir, pasando de la sequedad socarrona a la carcajada. La cámara, que en Rapado registraba en largos planos el principio de una acción hasta su fin, en Silvia Prieto lo hace desde la primera hasta la última palabra de cada línea de diálogo. Un movimiento mimético de la transición de un film casi mudo a otro donde todos los personajes hablan sin parar, aunque no se escuchen en sus diálogos de sordos.
Sigue diciendo Rejtman que “cuando hice Rapado yo sentía que el cine argentino era muy hablado, y muy mal hablado. ¿Cómo podía hacer para que los actores hablaran de una manera que me gustara? Sólo tienen que decir el diálogo, sin dramatizarlo. Los actores aprenden el diálogo durante los ensayos, pero lo que más me importa es que aprendan la musicalidad del texto. El texto está estudiado y está dicho. Sin énfasis. Creo que funciona porque se mantiene coherentemente de principio a fin y eso le da el tono al film. [...] Odio los adornos, odio los artificios, odio todo lo que está de más. Para empezar, tengo que tener algo simple y esencial. No podés adornar algo que no tiene estructura. Lo mismo pasa con los decorados, tienen que ser frontales, todo tiene que estar dicho en la frontalidad del lugar. Y con eso ya está, no necesitás más. [...] Me parece más interesante trabajar la bidimensionalidad que la tridimensionalidad. Meterse adentro de las cosas, al final lo que hace es sacarte. Es muy fácil que la cámara entre a un lugar y haga entrar al espectador. Si trabajás en dos dimensiones, me parece que podés entrar mejor a algo. Mi única idea teórica escrita es una sola frase: “el cine es superficie”, porque más allá de la pantalla no hay nada”.
Paradójicamente, para llegar a la profundidad solo se puede examinar la superficie, despojada. Es que lo esencial, tal como lo entendía Bresson y lo comparte Rejtman, no puede llegar sino es en la pantalla plana que exteriorice un universo sin invadirlo. Aparte de la marcación bressoniana de los actores, la noción de la construcción elíptica del espacio -en el que apenas se ve una parte y nunca la totalidad del entorno- es otro elemento que vincula a Rejtman con Bresson, quizás más en Rapado que en Silvia Prieto.
En el universo Rejtman, la mirada está en muchos lugares, pero siempre en movimiento. Está en la construcción y disolución de la identidad de personajes que buscan conexiones con otros. En Rapado, el adolescente con su moto, su único amigo, y sus padres, cada uno en un mundo propio. Pero siempre en desplazamiento, aunque sea en círculos. Silvia Prieto, en un gag notable, es llamada Luisa Ciccone (Madonna), el nombre anónimo de la mujer más famosa del mundo.
Estos no son films ni optimistas, ni pesimistas, porque sería demasiado fácil. Se permiten un humor que va desde una imagen del protagonista de Rapado andando en bicicleta, dentro de su habitación, con las ruedas girando sin apoyar el suelo, sin que medie ningún tipo de explicación, hasta un final tan desconcertante como el de Silvia Prieto, que es más impredecible que los dos films juntos.
Las amargas lágrimas de R.W.F., por Patricia Carbonari
«El nazismo ha infectado nuestro pensamiento y contaminado el aire que respiramos, las palabras que pronunciamos y escribimos».
Heinrich Böll
Heinrich Böll
Rainer Werner Fassbinder intentó demostrar, desde todo ángulo posible, que a los alemanes iba a costarles mucho sobreponerse al atractivo susurro de su führer. Los había conquistado a tal punto que podían convivir pasivamente con los ecos de la ideología nazi y sin reflexionar un ápice sobre la identidad germana. Este tópico, común al heterogéneo Nuevo Cine Alemán de los años 60, fue la base de su obra en la que exploró desde el western hasta el melodrama.
En la primera etapa de su extensa obra, más precisamente en el prolífico período 1969-1970 (realizó nada menos que diez films), Fassbinder hace gala de sus primeras influencias: el teatro, que dio las bases para la construcción del espacio, Jean Marie Straub de quién heredó la omnipresencia del encuadre, Jean Luc Gódard, cuyas obras Sin Aliento y Vivir su vida motivaron algunos personajes marginales de El amor es más frío que la muerte, Katzelmacher o Dioses de la peste y, finalmente, Pier Paolo Pasolini, que asoma en el carácter sagrado de El viaje de Nicklauhausen.
Ya desde su temprana vocación cinéfila, Fassbinder sabía que mucho debía aprender del cine de Hollywood, de su prolijidad narrativa, de la intensidad de sus melodramas y del romance con el público masivo. Al cuestionarse el vínculo entre su cine y la gente, no pudo escapar a la influencia de Douglas Sirk, al que reivindicaba por encima de Jean Luc Gódard y Max Ophüls.
Sirk logró crear una maquinaria fílmica que tenía como eje el melodrama y que atraía al gran público. RWF sostenía, seguramente pensando en esta cualidad de su compatriota radicado en Estados Unidos, que “el buen director de cine es capaz de conseguir un final feliz que te deje insatisfecho. Sabes que algo no funciona, que no puede acabar así”; ejemplos de esto son los recordados melodramas sirkianos Escrito en el viento y Lo que el cielo nos da, que le sirvieron de inspiración sobre todo en La angustia corroe el alma, film por el cual Fassbinder fue reconocido en Cannes y afianzó su carrera internacional. El amor no correspondido emerge de sus films más autobiográficos como La ley del más fuerte o Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, donde la esencia misma del melodrama nutre su tesis acerca de los desencuentros entre las personas.
De los recursos fílmicos más usados por RWF, el encuadre multiplicado es el que delinea las prisiones a las que se somete el hombre (el matrimonio, la familia o, aún peor, la ideología fascista) y que lo complican hasta hundirlo en un inexorable abismo. En el uso de este elemento del lenguaje cinematográfico también se observa la influencia de Sirk para quién “la filosofía de un director de cine está en la iluminación y los encuadres”.
A pesar del carácter opresivo de sus films y gracias a otra importante herencia, la del teatro brechtiano, el cine fassbinderiano privilegia una distancia que motiva la reflexión. Militante de sus convicciones, el talentoso director, actor y escritor, alcanzará reconocimiento internacional en la etapa de sus embriagados manifiestos sobre la libertad, como El matrimonio de María Braun, Lili Marlen o La ansiedad de Verónica Voss.
Abordar la filmografía del enfant terrible del cine alemán es una tarea imprescindible que implica sumergirse, sin vacilaciones, en las profundidades de la miseria humana, allí donde unas fronterizas criaturas se desnudan y sepultan, irremediablemente, sus ilusiones.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)